David Torres

Cuando nadie tenía por qué recordar la existencia de un inoperante muro en la frontera sur, dado que la mayor preocupación en este preciso momento es y debe ser la contención de la letal pandemia de coronavirus, ha surgido de nuevo uno de los temas más insufriblemente recurrentes del actual mandatario de Estados Unidos.

Más allá de su mal tino político de traer nuevamente a la mesa de las discusiones la idea de malgastar, según ha reportado The Washington Post, unos $500 millones en pintar de negro dicho muro, sobresale la persistente intención de provocar cierto medieval terror a quienes se atrevan a incursionar en territorio estadounidense sin permiso.

Ya en otras ocasiones se había referido al asunto diciendo que la construcción debería ser de metal para que se calentara tanto que nadie se atreviera a tocarlo, o que incluso en su “bello y grandioso” muro se pudiese freír un huevo; amén de las terminaciones puntiagudas para rasgar a quien persistiera en el intento. El color negro, por supuesto, estaba ya propuesto para que el metal absorbiera más calor y, en definitiva, sirviera de repelente eficaz.

Ha sido un monótono discurso que, de tan manido, se ha convertido en el fracaso más logrado o la promesa menos cumplida de su gobierno, desde que el presidente iniciara su campaña hace ya casi cuatro años y asegurara que su vecino del sur lo pagaría, sin especificar de qué manera, ni a partir de cuándo.

Pero como las elecciones de noviembre se acercan a pasos agigantados, el presidente no escatima esfuerzos para, de vez en cuando, echar mano de sus viejas herramientas políticas que le ayudaron a catapultarse entre los anhelantes de un pasado marcadamente discriminatorio, que por lo que se ve no terminan de aceptar una realidad demográfica que les pasó por encima hace ya mucho tiempo y que dio como resultado un país propio del Siglo XXI, amalgamado culturalmente, pero que ahora mismo se fisura cada vez que el discurso de la xenofobia se convierte en una de las múltiples metáforas de la inmigración.

Porque además del muro pintado de negro, lo que en la imaginación presidencial impera es que los forasteros del sur son también potenciales “portadores” de enfermedades, de tal manera que su discurso “protector” implica que salvará a sus compatriotas de un posible mal aterrador.

Y es aquí donde el juicio de los hechos se impone y acalla la fantasía de culpar siempre a los otros, cuando comparativamente es Estados Unidos el país que más casos de Covid-19 tiene, rebasando más de un millón de contagiados y con una mortalidad de más de 76,000, y contando. Canadá, por ejemplo, reporta más de 64,000 casos, con más de 4 mil defunciones, mientras que México tiene más de 29,000 casos confirmados, con más de 2,900 decesos. Y también contando.

Nada qué celebrar, por supuesto, pues cada país está haciendo malabares para controlar el avance del coronavirus, pero lo cierto es que la pandemia ya se había manifestado y esparcido en territorio estadounidense mucho antes que en otros países. El mal ya estaba aquí y era calificado por la misma Casa Blanca como “un engaño” de sus opositores.

De tal modo que volver al tema del muro fronterizo cuando miles de familias lloran a sus muertos y los inmigrantes sostienen con alfileres su economía familiar —y no pocos de ellos están en el frente de batalla como personal médico o de servicios— resulta sobre todo imprudente y poco eficaz como asunto de campaña, y muestra de cuerpo entero a un mandatario a quien lo único que se le ocurre es pintar de negro un muro como quien tacha una tarea mal hecha y a quien no le interesa ser un estadista a la altura de las circunstancias de una pandemia de proporciones históricas.